Divagar es la mejor forma.

Es difícil definir lo que nunca se ha dicho, lo que nunca se dirá. Es difícil asentir cuando quieres negar. Es difícil callar cuando lo que más deseas es alzar la voz y gritarle a todos que es lo que verdaderamente piensas. En un mundo dónde cada paso lo calcula una máquina invisible instaurada en cada par de ojos que te observan, es difícil pensar con claridad cuál será tu siguiente destino o, incluso, cuál es el de ahora. Estoy cansada. Cansada del mundo, cansada de las personas, cansada de los suspiros, cansada…

Siempre he dicho que respirar es lo mejor que se puede hacer ante situaciones difíciles pero hay algunas, y aquí hago la excepción (no siendo esta “la que confirma la regla”, como muchos me alentarían a decir), dónde respirar no sirve. Tienes que gritar, reír, llorar, saltar, amar…

Amar. Qué bonita queda esa palabra en sus labios. Abre y cierra la boca, terminando el sonido con una suave reverberación con la lengua que hipnotiza los sentidos. Sé que no debería pensar en él de esa manera. Él está prohibido pero (y en esto si me uno a las masas) los amores prohibidos son los mejores por la intensidad de cada latido que el pobre corazón se ve obligado a dar y los peores por el dolor que causan esos mismos latidos en un cuerpo que está cansado de añorar.

Sé que divago. Me doy perfecta cuenta de que no sigo el hilo de lo que escribo, pero, y ahí va un secretito, no me guío por lo que debiera. Me guío por lo que siento, por lo que pienso. Escribo cuando quiero y pienso que es la mejor manera de comunicar. En un mundo dónde cada paso lo calcula una máquina invisible instaurada en cada par de ojos que te observan, es difícil sentir porque quieres y no porque debes.

En un mundo dónde…
Perdón, creo que me estoy repitiendo.