Cansada de hacer el tonto y de esperar que ocurriese algo que, evidentemente, no iba a pasar, se levantó en intentó marcharse de su vida con lágrimas en los ojos y el corazón hecho un nudo que apretaba demasiado.
Pero ¿qué podía hacer? Había intentado lo imposible para llamar su atención. Para hacerle saber que estaba allí. Había agitado los brazos, había saltado, había gritado. No obstante, jamás hubo respuesta. Y cada vez que ocurría eso, ella se sentía como si le hubiesen abofeteado. Sentía la cara hinchada y roja, aunque jamás había habido violencia real. Y probablemente aquella sensación se debía a que había recibido tantos palos en el alma, que comenzaban a salir al exterior, incapaces de subsistir todos juntos en un cuerpo tan pequeño.
Es cierto, que no la ignoraba completamente. Antes habían sido inseparables y eso siempre queda… aunque sea una pequeñita parte que la otra persona desea olvidar. Sin embargo, su relación actual se basaba en las miradas furtivas que ella lanzaba, los mensajes contestados únicamente por obligación y las medias sonrisas que sólo aparecían si había gente delante. Ya sabéis, por las apariencias. No quiera Dios que los inseparables se despeguen a los ojos del mundo.
Es decir, que todo lo que habían sido, había sido reducido a una ínfima parte que pendía de los hilos que aún tenían en común. Porque nada se rompe de un día para otro. Y eso duele más que la ignorancia total, porque ella sabe que él está ahí porque su conciencia no estaría tranquila si se marchase. Por eso, muchas veces había pensado en alejarse del todo de él, para hacer un favor a ambos. Pero cuando creía que había tomado la decisión, como ahora, algo le devolvía la pequeña esperanza que guardaba y, sabiendo que se golpearía la cabeza otra vez contra la pared más próxima, se decía: “Una vez más… solo una”.
¿Cuándo aprendería?