Cuando abro los ojos no sé dónde estoy, no siento
ni un solo músculo de mi cuerpo y noto que tengo la boca tan seca que bien
podría ser el desierto del Sahara. Me siento cansada y noto que dos gotas de
insistente sudor luchan por llegar en primer lugar desde mi frente hasta donde
quiera que esté tumbada. Me rodea una habitación de paredes claras y cortinas
vaporosas que se mecen ligeramente al son del viento, del centro del techo
pende una lámpara de aspecto antiguo que incorpora, además, las aspas de un
ventilador. Es un sitio bastante minimalista que no revela nada, por lo que mis
ojos, incapaces de ponerse a buscar algún detalle sutil que se me haya pasado
en el primer vistazo, comienzan a cerrarse lentamente para intentar inducirme,
de nuevo, en un sueño que permita mejorar mi maltrecho estado. Y, aunque algo
en el fondo de mi cabeza está dando alguna clase de alarma, dejo que mis
párpados hagan lo que quieran, porque no puedo luchar contra el agotamiento que
parece haber poseído cada célula de mi cuerpo.
No obstante, como mi vida no se caracteriza por la
buena suerte, dos segundos después de haber vuelto a cerrar los ojos, la puerta
de la habitación se abre violentamente. La parte de mí que había estado dando
la voz de alarma se hace con el control de mis extremidades y me hace saltar de
la cama en la que había estado tumbada. A la vez, la persona que ha entrado
comienza a disparar contra mí. Mi corazón comienza a latir a una velocidad
imposible, haciendo que mi mente sea completamente bañada por la adrenalina. Si
me ha alcanzado alguna bala aún no la siento, por lo que, escondida detrás de
la cama, tratando de no hacer ningún movimiento que delate a mi asesino que
sigo viva, desenfundo la pistola con la mano derecha y espero.
La mujer que ha tratado de matarme asoma la cabeza
para comprobar que su trabajo ha sido realizado correctamente, sin embargo, es
a mí apuntándola con una pistola lo que ve. Sin vacilar, apretó el gatillo y
disparo unas cuantas veces contra el techo y la pared. No quiero matarla, sólo
pretendo asustarla y confundirla, para poder salir corriendo, como hago siempre.
No obstante, cuál es mi sorpresa cuando, tratando de salvar su vida (que
erróneamente cree en peligro), salta por la ventana.
—¡No! —grito inútilmente. No es lo que quería, no
soy una asesina.
Con la respiración totalmente descompensada y el
corazón a punto de salírseme del pecho, rodeo la cama y me acerco a la ventana
a grandes zancadas. Con cuidado, cojo la cortina con la mano y la descorro un
poco para echar un vistazo, esperándome lo peor. No obstante, para mi
desconcierto, no veo nada interesante en la calle. Es decir, debo estar en un
tercer o un cuarto piso, la mujer debería de haber quedado espachurrada en la
acera y la gente debería de haber estado rodeándola, mirando hacia arriba en
busca de una respuesta. Pero allí fuera todo parece normal, nada ha
descarrilado el rumbo de sus vidas.
—No entiendo nada —murmuro para mí misma.
—A todos nos pasa al principio —responde una voz de
mujer detrás de mí.
El corazón de me da un vuelco tan fuerte que
duele. No me explico de dónde ha salido ni cómo ha llegado hasta la habitación
tan sigilosamente y, aunque intento no pensar en ello y actuar automáticamente,
en el momento en el que mi agotado cuerpo se gira para disparar, esta vez a
matar, suena un disparo que no viene de mi pistola y todo se empieza a nublar.
Antes de caer al suelo, antes de que todo se vuelva
negro, veo que en la cama, donde había disparado la mujer, no hay agujeros de
disparos, sino pequeños dardos clavados y algo dentro de mí me hace sonreír.
Quizá aún no ha llegado la hora de mi muerte, después de todo.