Cuando se tumba a mi lado y
nuestras pieles se funden en un cálido abrazo que querría que durase para
siempre, le miro a los ojos y sonríe. Y a mi mente llega esa imagen como si
fuera una ilusión, como si el mundo se hubiese vuelto un poco más blanco y más
luminoso.
A veces, mi cerebro hace cosas
extrañas con las imágenes y las distorsiona en colores que le ayudan a
enfatizar la emoción que quiere darles, como si no tuviera demasiado claro que
yo, por mi misma, pudiera identificar lo que está pasando a mí alrededor. Y
así, quiera o no, recuerdo ciertos momentos de mi vida teñidos de un color u
otro.
Por ello, cuando nos miramos y su
sonrisa ilumina tanto su boca como sus ojos, lo veo todo diferente. Y no es
sólo el color, sino que empiezo a ver su rostro más cerca y juraría que casi
puedo contar sus pestañas una a una porque, aunque más tarde lo recordaré
difuminado, más como si todo hubiese sido un sueño, en esos momentos la nitidez
es máxima. Por eso, cuando, mis labios buscan los suyos, me sorprende lo lejos
que parecen, porque para mí, según la información que estoy recibiendo de mis
ojos, están a milímetros de los míos.
Sus manos acarician mi espalda y
suben hasta mi pelo, apartándome un mechón rebelde que se empeña en escaparse
de detrás de mis orejas, y en lo único que puedo pensar es que ese momento es
nuestro, que nadie nunca nos lo podrá quitar, que todo ese blanco y toda esa
luminosidad quedará grabada en esos minutos en los que, desnudos y abrazados,
nos contemplamos, nos sonreímos, nos besamos. Que da igual qué pase mañana o
dentro de un mes o, incluso, dentro de un año, porque el ahora es lo que cuenta;
y, ahora, estamos juntos.
Ojalá pudiera dibujar bien de
verdad para plasmar lo que veo en mi cabeza sobre papel.