Me cogió por los hombros y me giró. Nuestros cuerpos estaban a escasos centímetros y sentía como el corazón le martilleaba fuertemente en el pecho. El mío también estaba enloquecido y agradecí la soledad que nos proporcionaba aquella estrecha calle de farolillos blancos.
-¿Qué sientes ahora? No me creo que lo hayas olvidado todo-murmuró mientras acercaba su rostro al mío-. No me confundas más ¿Qué sientes por mí? Tengo que saber si la persona que conocí sigue aún ahí.
Inspiré profundamente maldiciendo las preguntas que me había hecho. Sabía que era capaz de omitir información sobre mis sentimientos pero también sabía que no era capaz de mentirle si me interrogaba tan directamente.
-Yo… yo…
-Tú ¿qué? Dime.
Tragué saliva e intenté frenar el ritmo de mi corazón que ya hacía que me doliera el pecho. Sus ojos celestes me atravesaban implorándome una respuesta que le diera algo a lo que aferrarse y sabía que deseaba con todas sus fuerzas que su pequeña no se hubiera ido y que sólo estuviera perdida en algún rincón de mi mente. Yo sabía que así era pero eso él necesitaba oírlo. Y casi sin aliento le dije:
-Sigo aquí. Nunca me he ido. Y… y te quiero.
Sin esperar una respuesta por su parte hice algo que me había muerto por hacer desde que me besó por primera vez cuando desperté en su cama. Recorrí los pocos centímetros que separaban mis labios de los suyos y le besé suavemente hasta que sus manos volaron a mi cintura y movió sus labios al compás de los míos. Realmente fue como si se juntara el fuego y la gasolina, y sentí como mi alegría pasaba a ser suya y la suya, mía. Nos fundimos en un beso largo que ambos habíamos anhelado desde hacía mucho tiempo, aunque yo no lo sabía, y, por primera vez desde que puse el primer pie en aquella ciudad, me sentí segura y en casa.