"Nadie dijo que fuese a ser fácil", pero nosotros podemos con todo.


Trago saliva, cojo mi maleta del suelo y miró hacia atrás antes de dar el primer paso que me alejará para siempre de la vida que conozco. El aire está impregnado del humo del tren de vapor que me llevará a un destino impreciso y desconocido, y el viento gélido, que nos azuza a todos a movernos para entrar en calor, hace que los mechones de pelo que el moño no ha podido recoger vuelen libres al son de una canción que sólo ellos saben.
Sé que fue cruel despedirme de él con una miserable carta en la que, de todos modos, tampoco explicaba los motivos de mi marcha, pero esto es lo mejor para ambos. El Destino se ha interpuesto entre nosotros demasiadas veces desde que nos conocimos y, por mucho que me duela, no puedo evitar pensar que es porque, en realidad, no estamos hechos el uno para el otro. Sólo estamos hechos para destruirnos mutuamente. No nos pertenecemos y no nos hacemos bien. Ni yo a él, ni él a mí. Somos como niños que juegan con fuego y, después de quemarse, vuelven a las andadas. No puede ser, y si me hubiese quedado para decir adiós en persona, jamás hubiese podido salvarnos a ninguno de los dos.
Como dije en la carta, “nadie dijo que fuese a ser fácil”, pero esto es lo que nos ha tocado vivir. Esto es lo que somos. Y, sí, claro que desearía que apareciese y me impidiese alejarme de él, pero es demasiado egoísta por mi parte pensar en esa posibilidad. A la larga, será más feliz sin mí. Lo sé. No más dolor, no más pena, no más incertidumbre.
El silbato del tren retumba en toda la estación y provoca que unas tímidas lágrimas asomen en mis ojos enrojecidos. Es la hora de decir adiós definitivamente. Me acerco a uno de los revisores del tren para ofrecerle mi billete y, justo cuando voy a entrar en aquel trasto de metal, lo oigo y siento que mi determinación se rompe.
—¡Espera!
Con el corazón hinchado de una alegría que no debería sentir, me alejo del revisor y allí le veo: corriendo entre la gente, abriéndose paso a codazos y con mi carta entre las manos. No lleva chaqueta a pesar del frío que hace, pero no parece importarle. Tiene sus ojos fijos en mí y me suplica con la mirada que no me vaya, que me quede a su lado. Sus ojos me recuerdan todas las promesas que nos hemos hecho a lo largo de los años y hacen que mi maleta comience a pesar una verdadera tonelada.
—¡Por favor, espera!
Y en ese momento no me importa nada. Mi mente tira a la basura las razones que había recopilado cuidadosamente para poder enfrentarme a esa situación y me obliga a soltar la maleta para que mis piernas puedan correr más rápido.
Y, mientras nuestros pasos cada vez nos acercan más el uno al otro, le hago una mueca burlona al Destino, restregándole en la cara la verdad más absoluta de todas: nosotros podemos con todo.

"Nadie dijo que fuese a ser fácil" porque no lo es.



¿Para qué negarlo? Cuando leí la carta no me creí nada. Grité su nombre una y mil veces en el vacío oscuro de la casa, porque no podía haberse ido. No podía haberme dejado solo. Aquello carecía absolutamente de sentido. Y qué decir tiene, que saboreé una decepción descomunal cuando nadie respondió, cuando todo se quedó en silencio y mis lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas para llegar al amargo suelo. Un suelo que, por lo que parecía, ya sólo sería el soporte de uno.
Con la carta arrugada entre las manos, me apresuré para acercarme al interruptor de la luz para poder llegar a nuestra habitación sin chocarme con nada. Suficiente roto tenía el corazón ya, no quería romperme también una pierna.
Cuando abrí el armario, comprobé, dolorosamente, que sus cosas habían desaparecido, que el hueco en el que habían estado expuestas sus pajaritas ahora estaba desconsoladamente vacio, que las perchas en las que habían estado colgados sus pantalones de colores  pendían solas y oscilantes y que todas sus gafas de pasta se habían esfumado como el humo de un cigarro al salir por la ventana.