¿Para qué negarlo? Cuando
leí la carta no me creí nada. Grité su nombre una y mil veces en el vacío oscuro
de la casa, porque no podía haberse ido. No podía haberme dejado solo. Aquello
carecía absolutamente de sentido. Y qué decir tiene, que saboreé una decepción
descomunal cuando nadie respondió, cuando todo se quedó en silencio y mis
lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas para llegar al amargo suelo. Un
suelo que, por lo que parecía, ya sólo sería el soporte de uno.
Con la carta arrugada
entre las manos, me apresuré para acercarme al interruptor de la luz para poder
llegar a nuestra habitación sin chocarme con nada. Suficiente roto tenía el
corazón ya, no quería romperme también una pierna.
Cuando abrí el armario,
comprobé, dolorosamente, que sus cosas habían desaparecido, que el hueco en el
que habían estado expuestas sus pajaritas ahora estaba desconsoladamente vacio,
que las perchas en las que habían estado colgados sus pantalones de
colores pendían solas y oscilantes y que
todas sus gafas de pasta se habían esfumado como el humo de un cigarro al salir
por la ventana.
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