Por si algún día decides leerlo.

Hola, pajarito. Hace mucho desde la última vez que te escribí y, desde entonces, han pasado tantas cosas en mi vida que casi olvido que aún sigues ahí fuera, agitando las alas por tu cuenta, viviendo una vida diferente en la que yo ya no tengo cabida. Sin embargo, la palabra clave es “casi”, porque, de una manera u otra, aún te tengo en mis pensamientos.

El otro día soñé contigo. Soñé que te escribía una carta. Una larga, en un papel bonito y con una caligrafía bastante aceptable, cuidando los márgenes y evitando, a toda costa, las faltas de ortografía. Sí, de esas que te escribía antes. Te decía que aún te quería; que te echaba de menos; que quería comenzar de nuevo, como si nada hubiese pasado, como si jamás hubiésemos tomado un desvío diferente; y, sobre todo, que te perdonaba. En mi carta te perdonaba por todo, pero también te pedía perdón, por lo que había hecho, pero también por lo que no. Porque esto no había sido cosa de uno, habíamos participado los dos.

No obstante, al despertarme, no sentí alivio. Tampoco frustración. Tan sólo un sentimiento hueco que ondeaba libre por mi cuerpo, llegando hasta las puntas de mis dedos. Deseando escapar, pero completamente atrapado. Y es que aquella carta imaginaria me recordó que, en realidad, ya no te quería, que ya no te echaba de menos, que no quería comenzar de nuevo (porque significaría caer tarde o temprano en el mismo pozo) y que, siendo honesta conmigo misma, no te perdonaba. No por rencor y no por orgullo. Sino porque si me dejaba perdonarte estaría derribando la primera ficha del dominó que va hasta ti. El problema es que, de nuevo, de una manera u otra, aún te tengo en mis pensamientos. Aún me importas y, eso, me mata.

Como sabes, no espero nada de nadie. Los "quizás" provocan que la decepción esté en el tablero de juego. Por ello, sabiendo que inevitablemente ya te has sentado en la mesa junto con el resto de participantes del juego irónico que es a veces mi vida, dejo aquí esto, por si algún día decides leerlo.

A la luz de una farola.

Cuando llegamos, me sorprende lo rápido que ha pasado el tiempo. Me han parecido dos minutos, cuando en realidad debe de haber pasado una hora. O quizá algo más. No estoy segura, hace mucho que perdí la noción del tiempo y él no hace más que empeorar la situación. Su estúpida sonrisa y sus estúpidos ojos me desestabilizan, me erizan el vello de la nuca y hacen que quiera quedarme plantada allí, delante de ellos, para siempre. Pero no podemos, porque nuestros caminos siempre se separan. Es inevitable. Es ineludible. Es completamente cierto.

Bajo la luz de una farola que tiene pinta de haber estado allí puesta desde hace demasiados años, nos quedamos completamente quietos, observándonos, temiendo respirar demasiado alto, a escasos centímetros el uno del otro. Estoy deseando que se acerque más, que me acaricie con aquellas manos que el cielo ha tenido la bondad de brindarle, pero no lo hace. Le gusta verme sufrir. Así que me acerco más y me humedezco los labios, tratando de ponerle nervioso. Y funciona.

Con determinación, pone su mano derecha en mi cintura, bajo mi chaqueta y, aunque hace frío, comienzo a sentir calor. Pongo mis manos alrededor de su cuello, cruzo el mínimo medio paso que aún nos separaba, haciendo que su boca quede a milímetros de la mía, y espero. Espero una milésima de segundo, luego dos, tres, cuatro… Parece una eternidad, me queman los labios y que sus manos estén rozando mi cuerpo no ayuda demasiado, pero me obligo a esperar, a ser paciente, porque las prisas no son buenas, por muy nerviosa que me esté poniendo estar tan cerca sin poder hacer nada.

Y cuando siento que voy a volverme loca y decido atravesar la ridiculez de espacio que aún separa su boca de la mía, él sonríe y me besa. Y me da igual saber que dentro de poco tendrá que decirme adiós y que yo tendré que verle alejarse hasta perderle de vista una vez más. Porque lo que me importa es el ahora, el hecho de que sus manos recorren mi espalda y mi cintura y que su boca, ávida, provoca un agradable e insistente cosquilleo en todo mi cuerpo. Lo único que me importa ahora es que él me abraza y que yo le abrazo, que, por un momento, él es mío y yo soy suya.


Ojos pardos.

Esta es la historia de dos ojos pardos que recorren los rincones de los confines del universo en busca de un pequeño espacio, un pequeño hueco que quiera acogerlos, donde quepan y, por fin, no se sientan observados. Porque no les gusta que los miren. No les gusta ser el centro de atención. Les gusta observar y atender. Porque no ven necesario nada más. Les gusta apreciar el mundo y aprender de él. Sin intervención. No creen estar preparados aún para aportar nada, porque no creen que hayan madurado, no creen en sus virtudes. Se sienten pequeños, insignificantes en comparación a las grandes personas que existen de donde ellos vienen. Y, por eso, prefieren esperar al momento en el que adquieran un cuerpo que los ponga a la altura de los demás. Sin embargo, el momento no parece llegar nunca.

“Creed en vuestra valía” es una de las frases que les han repetido muchas veces, pero ¿pueden hacerlo? ¿Por qué deberían hacerlo? ¿Porque es “la verdad”? ¿Y si no lo es? ¿Y si sólo dicen eso porque “la verdad” es tan cruel que sería inconcebible hablar de ella? Los ojos pardos de nuestra historia son inseguros, no quieren que las grandes personas les hagan daño, que se rían de ellos. Y por ello juegan al escondite contra ellos mismos y contra el mundo: escondiendo palabras, escondiendo fallos, escondiendo recuerdos… Escondiendo todo lo que pueda delatarles como seres interactuantes.

Quizá hay que escuchar más allá de las palabras y esperar poco de canciones bellas.