Me siento bien.

Hoy el aire huele a sol y a pan recién hecho. Hoy es uno de esos días en los que hasta la última conexión nerviosa de tu cuerpo te pide salir de casa.
Cuando mis pies tocan la acera, una brisa azota mi pelo. Miro a ambos lados de la calle y tan solo encuentro caminando a dos o tres personas, tan despreocupadas y felices como yo.
Una sonrisa se dibuja en mi rostro. Es tan agradable pasar unos días fuera del bullicio de la gran ciudad. Aquí no hay ruido, no hay contaminación, no hay personas que te hagan sentir mal, porque aquí no conozco a nadie.
Me siento en el bordillo y alzo la cara hacia el cielo. El sol me da de lleno en la cara, probablemente me quemaré, pero no importa, en esos momentos no importa nada, sólo el agradable cosquilleo que siento por dentro.
Oigo a los pájaros piar y a un perro que ladra y vuelvo a sonreír, porque, lejos de ser eso el ruido que estropea la preciada calma, son los sonidos que la acompañan para hacerla más valiosa y más perfecta, si cabe. Como dijo alguien en algún lugar “No hay perfección más bella que la imperfecta”.
De nuevo, me alegro de haber ido a aquel lugar. Me está sirviendo para aclarar mis pensamientos, para olvidarme de lo que me preocupaba y desconectar del mundo que, cada día, parece enloquecer un poco más.

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