Respira y vive.

Respira y vive... Respira y vive... Respira y vive...
Es la única experiencia sensorial que he tenido en más tiempo del que puedo recordar: el sonido de esa voz aterciopelada que me susurra que respire y que viva.
¿Respirar? ¿Acaso no estoy respirando ahora mismo? Bajo la mirada hacia mi pecho y compruebo que suba y baje al compás, como hace siempre, pero no veo nada y, lo cierto, es que no noto que el aire, el oxígeno, llegue hasta mis pulmones, sin embargo no me ahogo. Como dijo mi profesor de filosofía: no es ahogo, es ausencia de respiración. Me encuentro bien, no es desagradable, ya que lo que no existe no puede causar emoción alguna.
¿Y vivir? ¿Acaso no estoy viviendo ahora que estoy pensando? Cierto es que no veo, siento, huelo o saboreo nada, tan solo escucho esa voz que me obliga a buscarla y a perseguirla hasta hallarla.
Respira y vive… Respira y vive…
Intento avanzar, pero no tengo extremidades que mover. Mis ojos no captan imagen alguna y decir que todo es negro, es un eufemismo, lo que veo (o no veo, mejor dicho) es la nada.
No sé dónde estoy, no sé quién soy y no sé de quién es la voz que me llama a la vida, una vida que, a mi parecer, ya estoy viviendo.
De pronto una fuerza arrastra mi cuerpo, o lo que queda de él, hacia delante y hacia arriba durante mucho tiempo.
Cada vez tengo más frío y eso solo puede significar que comienzo a recobrar la sensibilidad dérmica. No sé si clasificarlo en cosas buenas o en preludio a una catástrofe.
Cuando empiezo a creer que nunca dejaré de ascender ni de tener, cada vez, más frío, me detengo de golpe en un lugar lleno de una luz que ciega a mi renovada vista, y, cuando mis pupilas se acostumbran a semejante torrente de luminosidad, miro dónde se supone que debe estar mi cuerpo, y ahí está: la piel blanca; mi pelo largo, liso y azabache cayendo a un lado de mi cuello; y mis dedos, largos y estilizados, terminados en unas uñas sin pintar y largas.
Respira y vive…
Miro a todas partes en busca de esa voz que ha sonado tan cerca. Pero no encuentro a nadie ni a nada. La verdad es que no sé qué pensaba encontrar exactamente, tal vez una radio, un tocadiscos rayado (como los que aparecen en las películas) o… a él.
¿Pero quién es él? Busco en mi cabeza la respuesta a esa inquietante pregunta, esperando tener más suerte que con la cuestión de mi identidad. Y entonces la veo, esa única palabra que ahora se ha hecho tan grande que ocupa todo mi cerebro, apurando cada rinconcito que pueda quedar libre para poder alcanzar su máximo esplendor: Will.
Intento pronunciar su nombre pero todo lo que me rodea se ha vuelto acuoso y mi garganta ha quedado bloqueada con él agua que me deja sin respiración.
Respira…
Nado todo lo rápido que puedo, buscando la superficie que me pueda dar el oxígeno que ahora necesito.
Me duelen los brazos de dar brazadas en un agua que parece tan densa como el kétchup y durante unos instantes decido abandonar y sufrir las consecuencias de ahogarme y no volver a verle, pero enseguida mi fuerza de voluntad crece y sigo nadando. No puedo rendirme ahora que he superado la nada anterior.
Y vive…
Cuando llego a la superficie cojo una bocanada de aire tan grande que hasta duele y cierro los ojos con fuerza porque parece que el mismísimo Sol se ha puesto frente a mí con el propósito de dejarme ciega.
Cuando vuelvo a abrirlos descubro que me encuentro rodeada de naturaleza verde y unos ojos marrones me observan con preocupación.
Pero, para mi desgracia, no son los suyos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario