Promesa.

Hace semanas que no sé nada de él. Se marchó a un viaje del que no estaba seguro el retorno; la guerra.
Le rogué que no se marchara, le imploré que permaneciera a mi lado, pero su única respuesta a mis súplicas fue: “Volveré, te lo juro”. Pero aún no ha vuelto.
Y aquí me halló, esperando al que fue y es mi marido. Sentada en el alféizar de mi ventana, oteando el horizonte, a la espera de ver sus familiares botas y su sombrero, acompañados por los ojos negros más bonitos que jamás una dama pudo ver.
Miles de cartas le he escrito más sólo una he recibido de él, en la que decía:
“Querida Mel.
Hoy las cosas están tranquilas, los enemigos no han dado señales de vida. No sé si eso es debido a que su rendición está al caer o a que esto tan sólo es, como suele decirse, la calma antes de la temida tormenta.
El coronel ha sufrido heridas importantes en el brazo derecho, pero por suerte me lo trajeron a tiempo y he podido salvar lo que pudo ser una desgracia. Pero muchos otros hombres han muerto en la batalla que se produjo ayer.
Más no te preocupes por mí, mi amada, mi corazón, mi alma, estoy bien y volveré sano y salvo como te prometí.
Te amo más que a mi propia vida y ardo en deseos de poder volver a reunirme contigo.
Siempre tuyo.
A.”
Cada noche me aferro a aquella carta y le imploro Dios que cuide de él porque le necesito más que a mi propia respiración. Lo que mi corazón siente por él es algo más grande que el amor, algo que no tiene palabra porque es imposible encerrar todo su contenido en varias letras unidas estéticamente.
El suspiro se ha convertido en mi medio de dialogo y mis conversaciones han quedado reducidas a mí misma. Cada mañana me levanto con los nervios a flor de piel, esperando ver la levita azul que distingue a los carteros de mi ciudad para preguntarle si hay correspondencia para mí. Es el instante más feliz y más triste del día. Irónico ¿no es cierto?
Me levanto de mi incómodo asiento a coger una manta, comienza a refrescar y preveo que mi estancia en aquel alféizar puede prolongarse.
Pero cuando vuelvo a dónde antes reposaba, le veo. Enfundado en su traje militar, con un pequeño maletín en la mano derecha y su sombrero marrón oscuro en la izquierda. Sus oscuros ojos están posados en mi ventana y cuándo ve mi silueta muestra aquella sonrisa que pensé que jamás volvería a ver.
Me cojo las faldas de mi vestido azul y bajo las escaleras corriendo, arrojando por la borda los modales, la compostura y demás cosas que ha de poseer una dama, una señorita.
Abro la puerta principal y allí está: despeinado, con una cicatriz que va desde el final de su ceja izquierda hasta su mandíbula, pasando muy cerca del ojo pero sin llegar a tocarlo, gracias al Señor. Pero sonrío porque incluso con aquella imperfección es igual de hermoso.
Se pasa una mano por el pelo, tratando de peinárselo, y la lengua por los labios y dice:
-He cumplido mi promesa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario